Para quienes me habéis expresado por facebook vuestro deseo de leer el capítulo del libro sobre Camus en castellano:
"CAMUS EN LAS PITIUSAS
Se viaja para huir, para encontrar,
por curiosidad, por algo que nos invita a aventurarnos más allá… Muchos son los
motivos que empujan a un viaje y uno de ellos es el hambre. A lo largo del
siglo XIX, muchos ibicencos emigraron a Cuba o Argel en busca de un futuro
mejor. Las salidas hacia el norte de África continuaron durante el siglo XX
hasta que las luchas entre franceses y argelinos a partir de 1954 desvanecieron
toda esperanza de prosperar en esas tierras y los isleños aventurados regresaron
a Ibiza. Durante aquel tiempo tampoco había línea marítima con Argel y quienes
querían salir iban primero a Palma y desde allí embarcaban en un buque de
mercancías y viajaban apretados en la bodega. Pero a veces se atrevían a probar
suerte en pequeñas barquichuelas y a navegar directamente hacia el Sur.
Incluso, en ocasiones, los propios ibicencos que residían en Argel hacían un
viaje de ida y vuelta para recoger a algún amigo o familiar. Junto a los pitiusos,
mallorquines, menorquines, valencianos y alicantinos (también murcianos y
catalanes, pero en menor medida) crearon sus pequeñas colonias en la gran bahía
de Argel. De la misma manera que en Argentina llaman gallegos a todos los españoles, en Argel llamaban mahoneses también a los ibicencos. Tal
vez los primeros en emigrar fueran los menorquines y el gentilicio de su
capital se extendió a cualquier isleño que hablara catalán. También en Ibiza
aún se llama murcianos a todos los
peninsulares que hablan castellano y tampoco sabemos con certeza por qué.
Viajar
a Argel era viajar a una Ibiza gigante en la que el verano se derramaba con
plenitud y desfachatez. Se huía de la crueldad de la penuria y la escasez de
trabajo y se buscaba refugio en la construcción, aunque también había pescadores,
barberos, comerciantes o dedicados a otros oficios. Era aquella una Ciudad Blanca
que acogía a los que abandonaban la Isla Blanca, pues la arquitectura ibicenca
debe mucho al diseño y la cal de las construcciones árabes. Ibiza y Argel se
parecen. Sobre sus concomitancias, además de, en mi caso, poder contar con el
testimonio de mi padre, ya que mis abuelos emigraron y él nació allí, resulta
interesante el artículo que Miguel Ángel
González publicó en Diario de Ibiza en 2010. El periodista alude a la etimología del nombre de Alger, que significa “islotes”, ya que
éstos salpican la bahía argelina. Lo mismo ocurre en la isla de Ibiza, incluso
en la ciudad. La familiaridad de los
paisajes y costumbres de ambos lugares es notable, aunque Argel por entonces ya era una gran ciudad y la
capital de Ibiza no llegaba a los ocho mil habitantes. Podría decirse que la
ciudad de Ibiza era una especie de Argel recogida sobre sí misma. Ya en tierra,
en Argel se alzan colinas edificadas con construcciones antiguas como el barrio
de Nueva Cuba que recuerdan enseguida a Dalt Vila, como si en ambos lugares la
propia naturaleza quisiera alzarse un poquito para ver mejor el mar. Albert
Camus residía en el barrio obrero de Belcourt, cerca de la Kasbah, y tal vez
algún ibicenco le comentó que aquel lugar le recordaba a Sa Penya o que, allá,
en la isla que habían dejado, también los niños aprendían a nadar en el puerto
con salvavidas improvisados. Los pescadores, la lonja, los promontorios, las
llanuras, los barrios de callejuelas enrevesadas de casas blancas, la
permanencia de una tradición, los extranjeros, los bares, el puerto… Ibiza era Argel
a escala humana. También parecían venir de la costa africana el mar, la
vegetación, las gallinas, los aromas y el sol. Ese sol de un mediodía que se
alarga más allá del instante en estos lugares del sur Mediterráneo.
Camus
llegó a Ibiza en verano de 1935, con veintiún años, procedente de Mallorca,
donde había pasado casi dos semanas. Era la primera vez que salía de Argelia. Venía
con Simone Hié, su hermosa mujer, de la que ha pasado a la fama su adicción a
la morfina y la propia esclavitud a la que la forzaba esta necesidad. Se ha
especulado sobre la posibilidad de que Camus iniciara el viaje para apartar a
Simone de aquellos que en Argel le pasaban drogas a cambio de relaciones
sexuales, pero eso no puede saberse. La turbulenta relación no sobreviviría
mucho tiempo más. También lo acompañaban sus cigarrillos y los últimos
coletazos de una tuberculosis que rara vez se superaba en aquella época y
Camus, aunque había vencido esa batalla, había aprendido a convivir con la
presente amenaza de la muerte y a observar la vida como un regalo que
implacablemente desaparecerá.
Walter
Benjamin había estado en Ibiza durante varios meses en 1932 y el verano de
1933. Pero Benjamin era alemán y observaba la isla y la luz mediterránea con
mirada nueva. Para él, el viaje supuso también un viaje en el tiempo, a una
sociedad rural y arcaica que ya pensaba superada. Camus venía del Mediterráneo,
de la misma luz y de los paralelismos socio-económicos, aunque en la ciudad
argelina el capitalismo había entrado antes y una parte de la zona portuaria se
había edificado en función de las necesidades de un modo desidentificado de su carácter. Ibiza aún conservaba sus
tradiciones y eso despertaría la admiración de muchos viajeros durante bastante
tiempo. Benjamin se sorprendió de la austeridad de la casa payesa; Camus, por
el contrario, se identificó con ella. Escribió: “me gustan las casas desnudas
de los árabes y los españoles”.
Había
más franceses en la isla. Era un lugar barato y el clima, la belleza y el
‘precio de la vida congregaban a
bastantes extranjeros europeos. Jean Selz se había marchado el año anterior y
había escrito en la revista La Nature:
“Si penetrar en la Antigüedad significaba normalmente caminar entre ruinas y
despojos, en Ibiza la Antigüead vivía allí, intacta en su mundo rural”. Mucho
antes que él, había pasado por Ibiza Gaston Vuiller y desde el 26 de abril
hasta el 3 de mayo publicó, en Le Tour du
Monde, grabados y textos dedicados a Ibiza y luego ampliaría sus
impresiones en el libro editado en 1883: Les
îles oubliées, les Baleares, la Corse et la Sardaigne. Por la casa que Jean
Selz tenía alquilada en la calle de la Conquista, en Dalt Vila, habían pasado
nombres emblemáticos como Walter Benjamin, Elliot Paul, Raoul Hausmann,
Paul-Renè Gauguin, Anna Maria Blaupot ten Cate, Drieu de la Rochelle… También
pasaron por el Migjorn, el pequeño
bar que Guy Selz, hermano de Jean, regentaba en el puerto de Ibiza. La mayoría
de ellos se identificarían con el artículo de Selz, lo hubieran de leer o no,
y, como apunta Vicente Valero en Viajeros
Contemporáneos, se sintieron descubridores del Mediterráneo más auténtico.
Elliot
Paul aún estaba allí cuando llegó Camus y, aunque el argelino visitó Santa
Eulalia, lugar en el que residía el norteamericano, no hay constancia de que se
encontraran. Camus no era conocido. Al menos, en su libro Vida y muerte de un pueblo español, Elliot Paul no hace ninguna
referencia a Camus, como sí las hace de pintores de la época con quienes allí
alternó. También el alemán Raoul Hausmann se encontraba en la isla en 1935.
Residía en Can Palerm, una casa payesa en Sant Josep, con su esposa Hedwig
Mankiewitz y su amante Vera Broïdo. Pero Camus no visitó este pueblo ibicenco. Así
que no podemos saber con quiénes alternaron Albert y Simone, pero al menos,
gracias a los apuntes que él tomó, conocemos por qué lugares se movieron. En
aquella época había 67 automóviles en toda la isla, pero ignoramos si
alquilaron alguno o hicieron el trayecto a Santa Eulalia en carro, que era lo
habitual.
Para
llegar allí, hay que atravesar los campos, partir desde el otro lado de la
bahía del puerto ibicenco y acercarse a Jesús. Seguir avanzando y dejar Santa
Gertrudis al oeste y proseguir hacia el noreste por zonas de siembra y de
bosque mediterráneo. El olor del romero y la absenta, los asfódelos, los pinos,
almendros, olivos, higueras, algarrobos… le eran familiares a Camus. Y el sol,
el sol derrochado que tanto conoce: “Caídas desde la cima del cielo, oleadas de
sol rebotan brutalmente en el campo que nos rodea” (El verano). Sin la amenaza del desierto, salvo en la arena húmeda
del litoral, era como si la isla fuese un pedazo arrancado al norte de Argelia.
El
viajero tenaz llega entonces al pueblo que da nombre al río y recibe el suyo de
él, Santa Eulalia del Río. Por aquella época el Río de Santa Eulalia llevaba
agua y tenía pequeñas cascadas; el hecho de cruzar el puente romano y
adentrarse en la curva que seguía paralela a la bahía suponía la entrada a las
primeras calles. Esto no ha cambiado, si se viene desde Ibiza. Frente a la
bahía y la desembocadura, Santa Eulalia se alza sobre el Puig de Missa, la
iglesia blanca de la colina. De nuevo, Camus, debió de reconocer el paisaje.
Probablemente subieron al promontorio y observaron el horizonte y se supieron
privilegiados. “Ver y ver sobre la tierra”,
escribió en Nupcias, y
probablemente entonces también lo sintió. En sus notas apuntó: “Santa Eulalia:
la playa. La fiesta”, así que podemos imaginarlo paseando sobre la arena,
acercándose o alejándose de la desembocadura del río y, con la mirada de quien
recién ha superado la muerte, probablemente se identificó con su Plotino, “La
Unidad se expresa aquí en términos de sol y mar” (Nupcias). Pero también coincidió aquel día con un día de fiesta y
tal vez fuese un cinco de agosto, Santa María de las Nieves, patrona de la
isla. No cabe duda de que, si así fue, los trajes típicos de las payesas con
sus joyas (ses emprendades) lucirían cayendo desde sus cuellos y los payeses,
barretina y fajín rojos, andarían ataviados de blanco y negro, colores en los
que Camus encontraba la verdad. “Ciertos campesinos españoles llegan a
parecerse a sus tierras”, escribió en Nupcias
y es posible que se refiriera a la rugosidad de sus rostros, dibujados por la
experiencia y lo telúrico (el calor, la humedad, la sal, la brisa), pero
también a la oposición cromática del blanco y el negro con que definía los días
y las noches de Argel. En la fiesta ibicenca no faltan bailes (Sa llarga y sa curta) y también el baile ibicenco viene de una teoría solar. En
torno al hombre que danza de forma casi agresiva y enajenada (el sol), las
mujeres giran (orbitan) circularmente en pasos lentos en una envoltura astral.
El sincretismo del baile armoniza con la Naturaleza abismada mientras las
castañuelas, las flautas y los tambores recuerdan a las ancestrales canciones
árabes.
En
sus apuntes, Camus menciona las paredes
de piedra y los molinos del campo. En la isla, los muros (els margens) escalonan
las colinas y convierten la ladera en terraza para favorecer el cultivo. Han
sido levantadas piedra a piedra con paciencia arrugada, pero la piedra solo ha
sido movida. Al mundo este pequeño movimiento no le supone ninguna alteración. En
El verano, el autor reflexiona sobre las piedras de Orán:
“Claro que no es posible destruir la piedra. Tan sólo se la cambia de lugar. De
cualquier manera, durará más que los hombres que la utilizan”. Y, en otro
fragmento del mismo libro, anota: “Es mediodía. El propio día está en pleno
equilibrio. Cumplido su rito, el viajero recibe el precio de su liberación: la
piedrecita seca y suave como un asfódelo que coge en el acantilado. Para el
iniciado, el mundo no pesa más que esta piedra.” Tal vez pensara ya eso en
Ibiza y lo escribiera después, a propósito de otras piedras.
Camus
dio importancia a los molinos ibicencos y la primera imagen que sugiere esta
construcción que juega con el viento es la del personaje cervantino por
excelencia. A principios de siglo P. J. Toulet había publicado Le Mariage de Don Quichotte. En esta
novela, don Quijote viaja a Ibiza para fundar allí su república e ideal de
justicia. Toulet no creó una isla imaginaria ni inventó una ínsula en ningún
lugar, sino que escogió la existente Ibiza. Las descripciones de la muralla
están hechas con precisión y detalle e incluso Toulet remarcó el carácter
indolente de los africanos en los habitantes de Ibiza. Resulta imposible no
relacionar un molino con la figura de Don Quijote. El baile, también circular,
de las aspas de un molino tiene algo de milagroso en verano. Los molinos que
coronan el Soto, detrás de la ciudad amurallada y en un descenso que inicia el
camino hacia la playa de Ses Figueretes,
agradecen su ubicación a cierta altura, pues consiguen colmar su función de
tanto en tanto y desperezan sus aspas con la brisa. Pero los molinos de la
llanura permanecen inertes la mayor parte del tiempo. El verano es una estación
de viento pausado y demorado, como si el vaho caliente que el sol desprende a
la tierra impidiera cualquier movimiento de aire. El alzamiento de brazos de
estos molinos recuerda más a un bostezo que a un acto estéril por agarrar algo
de viento. Como en los propósitos de don Quijote, hay una desarmonía en esa
imagen arraigada al cielo y a la tierra. Al final del verano retomarán su
movimiento, pero ahora su cadencia vacía no es más que parte del paisaje. El
molino adentrado en el campo aguarda paciente el sentido del ser y produce una
envidia augurada y melancólica en los ojos de quien lo observa. Es como si el
molino asumiera que el verano son sus “horas de mediodía en que las palomas
buscan un resguardo, la lentitud y la pereza” (El revés y el derecho).
Camus
paseó por Sa Penya, barrio de callejuelas estrechas y casas blancas y subió a
Dalt Vila, la ciudad amurallada. La propia muralla, como la isla y su cultura,
es ya fruto del sincretismo mediterráneo. Piedras fenicias, romanas y árabes
conviven con las cristianas figuras que conducen hasta la Catedral. La
arqueología, aquí, no está recogida y apartada como en Tipasa, sino que es
habitada y convertida en mirador del horizonte, los islotes y la ciudad. Desde allí,
el mar y el cielo pertenecen a la mirada y el mundo entero puede ser observado
con cierta in-diferencia. La luz lo inunda todo en esta comunión natural. No es
la altura la que produce cierta sensación de vértigo, sino la belleza, el goce
de lo bello. “La revelación de esta luz…
tiene de entrada algo sofocante. Uno se abandona a ella, se queda fijo
en ella, y después se da cuenta de que ese demasiado largo esplendor no le
entrega nada al alma, y que no es más que un gozo desmesurado” (El verano). El leve tedio de tanto sol y el sopor de una
luz deslumbrante marcarán a Camus. Porque en la belleza, en esta pequeña
embriaguez del alma, uno comprende que la percepción se difumina en la
voluptuosidad, en lo inabarcable; la Naturaleza desborda y no puede
aprehenderse en una mirada. El mar y el cielo son profundidad. Camus era
aficionado a los bares del puerto argelino desde donde observaba la bahía, así
que no es de extrañar que se aficionara enseguida a los locales del puerto
ibicenco. De ello dejó un hermoso testimonio en El revés y el derecho: “En Ibiza iba a sentarme todos los días en
los cafés que hay a lo largo del puerto.” Quiero resaltar que me sorprende la
expresión “todos los días”. Camus estuvo en Ibiza, a lo sumo, dos o tres días,
así que me resulta insuficiente la contundencia del determinante “todos” ante
tan poco tiempo. Si estuvo tres días, tres días son todos los días, obviamente,
pero las connotaciones y la intensidad llevan la interpretación más allá. Esta
familiaridad, este reconocimiento del todos los días no puede sino conectarlo
con la familiaridad y el reconocimiento de sus tardes de Argel. Camus anotará
en Nupcias ciertos paralelismos: “pero
Argel, y con ella ciertos ambientes privilegiados como las ciudades sobre el
mar, se abre al cielo como una boca o una herida”. Sin embargo, no me refiero a
la condición de ciudad portuaria, sino a la evocación de sentimientos similares
ante un paisaje reconocido. Camus une en sí ambos lugares.
En
su ciudad africana, Camus gustaba de leer periódicos en las terrazas de los
bares. En la Ibiza de 1935 existían dos periódicos locales: el Diario de Ibiza y la Voz de Ibiza, ambos de ideología
conservadora. También acababa de aparecer la publicación Masas, de línea comunista, pero Camus no menciona que aquí hojeara
la prensa, por curiosidad, a pesar
del idioma, sino que más bien se dejaba llevar por la observación. En el texto
mencionado anteriormente, añade: “A eso de las cinco, los jóvenes de la
localidad pasean, en dos hileras, arriba y abajo, del muelle. Así se hacen las bodas,
y la vida toda. Es imposible no pensar que hay cierta grandeza en el hecho de
empezar así la vida, delante de todo el mundo”. Camus admira el modo de proceder de los habitantes de la ciudad
en el ritual del cortejo. Cada
tarde, grupos de chicos y de chicas caminan una y otra vez, manteniendo un
orden cívico, de un lado al otro del puerto para ver y dejarse ver. Entonces surgen
las primeras miradas, los primeros guiños y saludos, las primeras palabras.
Algunos grupos se unen y algún chico osado se atreve a colocarse al lado de la
muchacha en la que se ha fijado con antelación. También las parejas recién
formadas pasean por el mismo lugar, a veces con carabina y, otras, acompañados
de amigos, tanto de él como de ella, para que puedan nacer nuevos romances. Es
posible que Camus recordara esta estampa al hablar del “amor solitario y
poblado”. Lo más privado comienza aquí en lo público.
Las
primeras horas de tarde estival ibicencas parecen una prolongación del
mediodía. Las sombras aún son pequeñas y el sol aplasta e invita a la quietud y
a la somnolencia. Lo presente se mezcla con el recuerdo, como señala Camus en
el mismo texto: “Me sentaba, aturdido aún del sol del día, rebosante de
iglesias blancas y de paredes gredosas, de campos secos y olivos hirsutos. Bebía
horchata dulzona. Miraba la curva de las colinas que tenía enfrente. Bajaban
suavemente hacia el mar. El mar se volvía verde. En la colina más alta, la
brisa hacía girar las alas de un molino.” Las pequeñas montañas que se alzan
tras la playa de Talamanca, es Cap
Martinet y es Puig Manyà,
prolongan la bahía hacia el norte del puerto. El bosque, de pinares y sabinas,
una naturaleza habitada por cigarras, ayuda al adormecimiento y a una cierta
embriaguez telúrica. Uno siente el vaivén interior como un liviano salir de sí
y volver a sí. Es un temblor trascendente en el que se insinúa una verdad: “Nada
es realmente dicho, pero todo está sugerido.” (Prólogo a Les îles, de Jean Grenier). En la tenue ceguera de esta luz,
aparecen la lucidez y la sensación (o conciencia) de la insignificancia de lo
existente: “Lucidez e indiferencia, los auténticos signos de la desesperación”
(Nupcias). Sin embargo, esa misma
embriaguez solar es portadora de una plenitud calcinante: “Aquí, al menos, el
hombre está colmado” (Nupcias). A
veces parece que la misma belleza es, a un tiempo -en cierto modo todo lleva en
sí su dualidad, su oposición-, consuelo de la propia lucidez: “Empecé a vivir
en la admiración, cosa que es el paraíso terrestre” (Prólogo a Les îles, de Jean Grenier). También
Cioran, durante su estancia en 1966 en la playa de Talamanca, en un lamento
prolongado ante tanta fiebre solar, admiró la belleza de este paisaje. Para
Cioran, el sol de agosto y el sopor suponían un martirio, Camus encontraba una gracia
en esa somnolencia luminosa que diluía al hombre en el paisaje: “En mi caso,
esa misericordia de la que hablo se llama más bien indiferencia.” (Nupcias).
Jean
Grenier, profesor de Camus en el Liceo de Argel, había publicado hacía poco Les îles, libro que en una reedición
posterior prologará su alumno, pero que ya había dejado una huella imborrable
en él. En este prólogo, Camus apuntará: “El viaje escrito por Grenier es un
viaje hacia lo imaginario e invisible, una isla en la búsqueda de una isla”, donde
se exalta el apego por lo perecedero. No hay más. Pero en realidad, esta obra
no es un libro de viajes, sino una comprensión temprana del vacío y, a pesar de
esta vacuidad, del deseo de vida y plenitud. Las islas simbolizan el instante
de esta plenitud, que es un reconocimiento con el todo, con el absoluto, aunque
el absoluto es portador de la disonancia, pero también del carácter efímero de
esta experiencia. Camus, en El revés y el derecho, escribe: "Podemos viajar no para escapar, lo que es imposible,
pero para encontrar e identificar. Cuando hacemos
este reconocimiento, añade, se ha completado el viaje”. En Ibiza, Camus se
reconoce, ya se sabía parte de Argel y ahora siente una prolongación de su
paisaje en la isla, de sí mismo: “Ante el mundo y proyectado en cuanto
me rodeaba, poblaba el universo con sombras semejantes a mí”. Es todo lo que
puede dársele al hombre nacido en un clima de luz y sol. El que ha nacido en un
paisaje frío y nublado puede confiar en la esperanza de otro lugar, soñar con
el sur, pero el que ya ha nacido en un clima que colma es estéril a este sueño.
Solo puede aspirar a reconocerse o a ficcionar otra isla: “Aquellos a quienes
la luz y las colinas colman a toda hora, esos no confían. Sólo pueden soñar con
un algo imaginario” (Nupcias).
En
el texto dedicado a Ibiza, Camus prosigue describiendo el atardecer: “Y por un
milagro natural, todo el mundo bajaba el tono de voz. De forma tal que no había
ya sino cielo y palabras cantarinas que se alzaban hacia él, pero se oían como
si llegasen desde muy lejos. En aquel instante de crepúsculo imperaba un algo
fugaz y melancólico que no sólo notaba un hombre, sino un pueblo entero”. El
día oxidado, el momento en que perece la luz, una inundación melancólica que
parece habitar en todo lugareño y convierte el instante en un deseo de agarrar
y amar la vida para eternizar el movimiento antes de que sea aplastado por la
quietud: “Debían perecer, y por eso era necesario amarlas desesperadamente” (Nupcias), porque hay que rebelarse
contra el Absurdo: “el animal goza y muere, el hombre se maravilla y muere,
¿dónde está la meta?” (Nupcias). El
derecho y el revés de la belleza, la plenitud y el vacío, la indiferencia y el
goce: “El miedo y la atracción se mezclan, se avanza hacia ellos y se huye a la
vez, uno no puede quedarse quieto. Pero llega un día en que se recompensa el
movimiento perpetuo: la silenciosa contemplación de un paisaje para cerrar la
boca del deseo”, apunta Grenier en Les
îles, y añade: “El Vacío reemplaza inmediatamente a la plenitud”. Camus, en
el prólogo a este libro, escribe: “El sol, el mar, la noche… son dioses de goce,
por tanto vacían”. El mar y el cielo son profundidad, van más allá y su
contemplación empuja a ir más allá. Y entonces se atisba cierta visión confusa
del Todo y la Nada: “Esa Nada que no pudo nacer sino ante paisajes agobiados de
sol. No existe amor a la vida sin desesperación a la vida” (El revés y el derecho). Y entonces
necesitamos, como Simone, cierta dosis de morfina para soportar el dolor, ese
don dionisíaco de la embriaguez, de cierto tedio: “Hay pueblos nacidos para el
orgullo y la vida. Son los mismos que nutren la más singular vocación para el
tedio” (El revés y el derecho). También
Manuel Padorno, poeta de isla y de luz,
hablaba de la figura del alelado.
Camus
era consciente del privilegio del sol y la luz de Argel, de ciertos lugares
mediterráneos. Eso es algo que no se elige, viene dado. Camus es el primero en
hablar de la injusticia del clima: “La pobreza nunca me pareció una desgracia:
la luz derramaba sobre ella sus riquezas” (El
revés y el derecho). El Mediterráneo tiene un sentido trágico solar que
consiste en tocar la desesperación a través de la belleza. Para Grenier, las
islas simbolizaban ese instante de privilegio, esa belleza. Para Camus, Ibiza
lo supuso. El atardecer en el puerto le inspiró: “En lo que a mí se refería,
sentía las mismas ganas de amar que se sienten de llorar. Me parecía que todas
mis horas de sueño iban a ser, a partir de entonces, horas robadas a la vida…
es decir, el tiempo del deseo sin objeto”.
Durante
sus meses en Ibiza, Walter Benjamin había escrito “No olvides lo mejor”; más
adelante Camus titularía el texto en el que rememoraba su estancia en las islas “Amor por la vida”. Sin duda alguna, ambos títulos han
contribuido a crear el mito de Ibiza."